
En 1964, Miguel Picazo llevó a la pantalla la adaptación de La Tía Tula, novela original de Miguel de Unamuno. A diferencia del libro, que narra toda la historia de Tula y de su hermana Rosa desde la niñez, la película abarca unos tan sólo unos pocos meses, los siguientes a la muerte de Rosa. La película está protagonizada por Aurora Bautista y Carlos Estrada.
La actriz, de formación teatral, ya se había consagrado como una estrella tras su primera película, Locura de amor, film romático-patriótico de Juan de Orduña sobre las desdichas de Juana la Loca. Pero fue La Tía Tula la que ha hecho que hoy aún recordemos a Aurora Bautista como la excelente actriz que fue.
Pero es que el personaje de Tula es un regalo para cualquier actriz: compleja, fuerte, contradictoria, estricta, generosa, creyente, libre… no es una amalgama caprichosa. Es una mujer con personalidad y energía, que se debate entre el conservadurismo de su educación y su medio, de una parte, y, de otra, con una sensualidad que la censura de la época apenas dejó entrever en el subtexto. De las escenas suprimidas, irrecuperables ya, sólo han quedado algunos sugerentes fotogramas.
Tula, rayando los 40 y soltera, se hace cargo, a la muerte de su hermana Rosa, de Ramiro, su cuñado viudo, y sus dos sobrinos. Ramirín y Tulita. Los niños, aún apenados por la muerte de la madre, encuentran en el cariño de Tula el mejor remedio. Ramiro se encuentra con alguien que le limpie, le cocine, le planche y le cuide a los niños.
Pero la convivencia no es fácil. Tula interpone un escudo protector entre ambos. Por respeto a la memoria de su hermana, pero también para protegerse de sí misma. Así reprochará a Ramiro que ande por la casa en camiseta, con los hombros y los brazos desnudos, y le obligará a ponerse una camisa. Precauciones que no la librarán de los intentos de Ramiro, incluso con violencia uno de ellos, de convertirla en la sustituta de Rosa. Tula, frecuentadora de la parroquia, pide consejo a su confesor.
Y el consejo es el mismo que le dan las amigas: «Cásate». Dos adultos de distinto sexo que comparten vivienda son una fuente constante de peligros morales. Y luego está el qué dirán, que no era cuestión menor en una pequeña ciudad de provincias de la España de 1964. Pero Tula tiene una idea muy clara: «Yo no soy el remedio de nadie».
Aquí, la Tula «beata» se nos revela como una mujer con criterio independiente, que dejará a un lado el consejo del confesor. Tula no está dispuesta a entregar su vida a nadie (salvo al cuidado de sus sobrinos), ni por habladurías ni por calmar la libido de Ramiro, siempre despierta.
Pasan los meses y la situación parece calmarse. Las vacaciones, en el pueblo de unos parientes, son un respiro para todos. Tula, pasado el luto, se atreve, incluso, a descubrir sus piernas y tomar un poco el sol cuando van todos a bañarse al rio. El trato entre Tula y Ramiro parece más relajado y cordial y se permiten pequeñas bromas. Lo que Tula no sospecha es que, una noche, Ramiro se cuela en la habitación de la prima Juanita (Enriqueta Carballeira), aún una adolescente.
De vuelta a la ciudad, Tula empieza a mostrarse como una mujer distinta, más alegre. Se arregla, deja atrás las ropas negras, se maquilla, usa sus joyas… Incluso se toma un par de copitas en la despedida de soltera de una amiga y vuelve un poco «alegre» a casa. Y es, a la vuelta de esa fiesta, donde Ramiro la espera para darle la noticia.
El resultado de aquella excursión nocturna al dormitorio de Juanita ha sido un embarazo. Ramiro se pone en manos de Tula: «Haré lo que tú me digas que haga». Pero Tula es muy clara: «Cumple como un hombre».
Pero Tula queda destrozada. Ramiro, que trabaja en un banco, pide el traslado a otra ciudad, donde nadie les conozca, para vivir allí tranquilo con Juanita y los niños. La reacción de Tula es tan desgarrada como inútil: «No te llevarás a los niños, los niños son míos.» Pero Tula no es su madre y no tiene ningún derecho sobre ellos. Prometen visitarla en verano, pero Tula ya no volverá a ser para ellos la madre sustituta que se había acostumbrado a ser. Y que llenaba su vida.
No sé si es muy procedente, desde 2020, hacer una lectura «feminista» del personaje. O si. Tula es una mujer autosuficiente. Aunque no trabaja, tiene sus propios ingresos: vive de unos alquileres, seguramente de fincas heredadas de sus padres. Es mujer de iglesia, pero es muy capaz de desoír los consejos del sacerdote si van contra su forma de ver la vida: Tula no quiere un hombre a su lado, salvo que ambos se quieran de verdad. Lo que aún no ha sucedido y será difícil que suceda ya. No quiere meterse a nadie es su cama ni por conveniencia ni por cotilleos, ni por soledad. No busca una pareja a cualquier precio. Y si lo que se le presenta no la seduce no le importa seguir soltera.
Pero, y esta es la gran contradicción de Tula, sí quisiera ser madre. La madre de sus sobrinos, a los que adora. Lo que ha podido ser por un breve tiempo. Y que podría haber sido para siempre si se hubiese plegado a la opinión de las amigas, al consejo del cura, a los deseos del cuñado… Pero puso sus principios por delante y lo ha perdido todo. Quiso ser la madre virgen y eso, en aquella sociedad, era imposible.
Un gran personaje, literario o cinematográfico, es siempre una gran herida íntima. Y Tula, que la tiene y bien profunda y sangrante, es uno de estos personajes por los que uno daría su carrera, como escritor o actor. Un personaje, además, de los que se cuecen a fuego lento, en su propio jugo. Los mejores. Y Aurora Bautista lo bordó.
Un gran clásico, en fin, de esa edad de oro, pese a censuras y dictaduras, del cine español. Si no la habéis visto, no os la perdáis.