Escarlata O’hara y los pianos de Pekín

No hay acorde más impresionante que el que produce un piano de cola al arder. Dura sólo un instante, el instante en que estalla entre llamas el bastidor que sujeta y tensa todo el cordaje y todas la cuerdas ceden y suenan a la vez, antes de morir. Yo lo escuché una vez, cuando se quemó el teatro El Micalet, en Valencia, cerca de mi casa.

Multiplíquese ahora por mil, o por miles, ese acorde. Sucedió. Sucedió en Pekín y otras ciudades de China en 1966. Pasaron años antes de que volviese a sonar un piano en el país del dragón y la flor del loto.

2020. La primavera se acaba y empezamos a salir al exterior. Con nuestros guantes y mascarillas y las ganas de vivir que hemos reprimido durante tantos días. Quizá pronto volvamos a escribir – o más bien a vender, porque hemos seguido escribiendo- nuestras historias durante los días de encierro.

Fuera nos esperan noticias buenas y malas. Y noticias discutidas. HBO retira de su catálogo Lo que el viento se llevó. Dicen que, en breve, Escarlata O’hara jurará no volver a pasar hambre, mientras Atlanta arde y Rett Butler , a quien todo le importa un carajo, se porta mal con ella. Pero volverá llevando un cartel que nos advertirá de que aquello no puede volver a repetirse, de que Mammie puede y debe aspirar a más que a apretarle el corpiño a la señorita.

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Lo cierto es que las nietas de Mammie, algunas, ya se sientan en el Senado y el Congreso, en el Tribunal Supremo y hasta alguna es broker en la Bolsa de Wall Street. Aunque eso no lo resuelve todo: otras aún limpian la mierda de las señoras blancas que las emplean. En eso republicanas y demócratas van a la par: las necesidades del servicio no tienen color político. Aunque si aroma de clase alta: la izquierda champany y la derecha barbacoa se intercambian teléfonos de chicas negras de confianza.

Y, más urgente y doloroso aún, estamos a la espera de que los cops no descarguen su peso y sus rodillas sobre el cuello de nadie. La indignación derriba estatuas. Cayó la de Colón y, un día de estos, esperamos que caiga también de G.A. Custer. Es lo justo.

Un columnista lanza sus dardos contra el viejo clásico de Hollywood desde su salón, tecleando en su Mac. Mientras, a pocos metros de este justiciero, la Mammie de turno (o la Lupita) lava los platos o cambia los pañales del heredero, que una cosa no quita la otra. El dardo vuela con los vientos de la historia – y de la histeria- a favor. Y da en la diana.

En HBO un comité de sabios elabora el texto que precederá a Gone with the wind en su retorno. Midiendo, por supuesto todas y cada una de las palabras. Difícil tarea, pues hay que restituir el honor perdido de los habitantes de Tara sin causar nuevas víctimas entre las sensibilidades heridas entre campos de algodón y música de blues. Y eso requiere un exquisito sentido del equilibrio.

Al otro lado del Atlántico, J.K. Rowling es acusada de tránsfoba. Y Tolkien de poco diverso. Woody Allen no encuentra editor para sus memorias entre las grandes empresas del ramo. Y me dejo por ennumerar, parafraseando a Don Antonio, “algunos casos que recordar no quiero”.

La Academia de Hollywood advierte: aunque habrá aún moratoria en 2021, sepan todos que no podrán ya optar al Óscar aquellas películas que no tengan un tratamiento adecuado de la diversidad. No sé si esto se aplicará también a la película nigeriana que pudo optar a mejor película extranjera en la que apenas salían blancos.

Uno no puede dejar de acordarse que aquel Código Hays, vigente entre 1934 y 1967. No se puede negar que era un código con artículos divertidos: “En lo sucesivo queda prohibido mostrar a las mujeres quitándose las medias. Nunca un hombre deberá quitar las medias a una mujer”. Otros, sin la contrapartida humorística, de humor involuntario se entiende, marcaban muy claramente el terreno: “Los géneros de vida descritos en la película serán correctos, teniendo en cuenta las exigencias particulares del drama y del espectáculo”.

En realidad, me pregunto si hay tal necesidad de codificar por escrito las nuevas normas. O de darles una eficacia penal. Ya hace tiempo que se juzga y condena, sin apelación posible, sin abogado defensor, sin alegatos contradictorios. La sociedad, las redes, juzgan y ejecutan a diario. Los inquisidores y verdugos se ofrecen voluntarios a miles, tan inflexibles como ocultos bajo pseudónimo. La denuncia anónima ha vuelto por la puerta grande, la presunción de inocencia murió sepultada por la ira, por la falta de matices, por los contextos mal entendidos. Ser señalado puede equivaler a la muerte civil, sepultado por miles de twitts acusadores, sin mayor trámite ni garantía.

Y la paradoja es que, todo esto, viene de la mano de una supuesta voluntad de conseguir una sociedad más libre y más justa. Pero en lugar de aire puro, lo que nos llega a los pulmones del alma es el aire fétido de la delación, de la sospecha generalizada.

En nombre de la renovación de los viejos vicios, en nombre de una nueva y mejor vida para el pueblo, se lanzó en China, allá a mediados de los 60, la llamada Revolución Cultural. No ignoro que este movimiento histórico tuvo una génesis compleja a la que no fueron ajenas las luchas de poder internas del Partido. Dejemos este análisis a los especialistas.

Lo cierto es que sus consignas sonaban muy bien. ¿A quién no puede apetecerle un mundo nuevo? El movimiento se articuló en torno a la lucha contra “Los cuatro viejos”. A saber: Viejas costumbres, vieja cultura, viejos hábitos, viejas ideas… No suena mal.

Pero se lo tomaron tan, tan al pie de la letra que el resultado fue una etapa de represión como jamás se había conocido en el país, ni bajo el más cruel de los mandarinatos. Miles de intelectuales fueron desposeídos de sus cátedras, de sus laboratorios, de sus empleos… y enviados a campos de reeducación, en donde alternaban los trabajos forzados con la lectura obligada del Libro Rojo de Mao, compendio de todo lo que un chino de bien necesitaba saber. Antes de su llegada al campo, eran paseados por su ciudad, con carteles infamantes colgados del cuello, mientras recibían los insultos y escupitajos de los que habían sido sus vecinos, amigos y compañeros. Y muchos de ellos terminaron muriendo enfermos y hambrientos en los barracones en los que fueron recluidos.

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Los Guardias Rojos, la fuerza de choque juvenil, arrasó viejos templos y monumentos, derribó estatuas, quemó libros y manuscritos… nada de ello iba a tener ya cabida en la nueva China, liberada de la podredumbre burguesa.

Y los pianos… los pianos representaban el instrumento por antonomasia de esa vieja música decadente y extranjera, el piano era una de las principales armas de penetración de las ideologías imperialistas, nocivas para la salud ideológica de obreros y campesinos leales a la revolución. ¿Qué podía ofrecerles Chopin, ese degenerado?

El Conservatorio de Pekín fue asaltado y todos sus pianos fueron quemados. Y, en pocos días, la furia se extendió por otros centros de enseñanza, por todos los teatros y auditorios. En toda China no quedó un piano vivo. Y tardaron muchos años en volverlos a tener. Y más aún en volver a formar la magnífica escuela de pianistas chinos de los que hoy disfrutamos.

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Llamadme exagerado. Y, seguramente lo soy: exagerado y alarmista. Pero no puedo evitar, a día de hoy, leyendo los periódicos o visitando twitter, y otras redes, que me venga a la nariz el olor a censura, a delación y a piano quemado.

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